Recuerdo que desde muy joven esta pregunta rondaba por ahí. Mi hermano, Julio Retamal —talentoso violinista y compositor— solía decirme que el talento no existía, pese a que él podía hacer cantar el violín y aprender guitarra a una velocidad muy superior a la mía. ¿Cómo no iba a existir el talento entonces, si él era mejor que yo y llevaba menos tiempo practicando? (La guitarra; al violín nunca le dediqué tiempo.)
Esta misma pregunta —¿existe el talento de verdad o es solo un mito?— estoy seguro, reaparece cada cierto tiempo como un fantasma en los talleres literarios, en las salas de ensayo, en los consultorios, en las mesas familiares y en los pasillos de cualquier colegio. Porque cuando hablamos de qué es el talento, no nos referimos solo a habilidad: hablamos de identidad, posibilidades y límites aprendidos desde la infancia.
La pregunta no es nueva ni inocente. La arrastramos desde que somos niños. En algún momento nos dijeron: “No tienes dedos para el piano” o “No tienes pies para el fútbol”. Esas frases, muchas veces dichas sin mala intención, moldean silenciosamente nuestra identidad, nos ponen límites que ya no imaginamos que podemos superar, y nos arrastran a creer en el mito del talento. Que hay cosas que serían solo para “los elegidos”, aquellos que poseen el don.
Pero ¿qué significa realmente tener talento? ¿Es algo innato, un misterio biológico inscrito en el ADN? ¿O es simplemente el resultado de miles de horas de práctica, disciplina y paciencia?
La discusión es antigua, pero sigue siendo relevante porque en ella se juega nuestro sentido de posibilidad:
si el talento existe como don natural, entonces hay personas destinadas a brillar y otras condenadas a la mediocridad.
Si no existe, y todo depende del trabajo, entonces cualquiera podría alcanzar la excelencia… siempre que se esfuerce lo suficiente.
Spoiler: ninguna de las dos visiones es completamente cierta.
Y ambas pueden ser peligrosas.
La tentación de creer que todo es innato
La idea de que el talento es algo con lo que se nace resulta seductora… y al mismo tiempo, cruel. Nos encanta pensar en los prodigios: niños que tocan violín a los cuatro años, escritores que publican novelas a los dieciséis, atletas que parecen hechos de otra sustancia. Esta narrativa tiene algo mágico: convierte a ciertas personas en puentes hacia lo extraordinario, les atribuye un brillo casi mitológico.
Pero creer que todo nace con uno tiene un efecto colateral muy claro: genera pasividad.
Si no nací con ese don, ¿para qué intentarlo?
Si no fui un niño prodigio, ¿qué posibilidades tengo ahora?
Si no tengo “madera de escritor”, ¿vale la pena seguir escribiendo?
El mito del talento innato es perfecto para justificar la renuncia: nos ahorra el riesgo del fracaso y, con él, el esfuerzo sostenido.
Además, la neurociencia y la psicología contemporánea han ido desmontando esa noción romántica. Sabemos que las habilidades se esculpen con práctica, entrenamiento y experiencia. Sabemos que el cerebro es plástico y adaptable. Sabemos que el niño prodigio suele ser, en realidad, el niño que practicó más temprano y con más constancia que sus pares.
¿Por qué seguimos creyendo entonces en el talento como destino?
Porque nos libera de una verdad incómoda: desarrollar una habilidad toma tiempo, paciencia y vulnerabilidad.
Es más fácil decir “no nací para esto” que enfrentar el trabajo diario y la lentitud del progreso real.
La ilusión contraria: pensar que todo es esfuerzo
Si la primera postura es tentadora, la segunda es peligrosa: pensar que todo depende únicamente del trabajo.
En las últimas décadas se ha instalado la narrativa del “puedes lograr cualquier cosa si te esfuerzas lo suficiente”. Es una frase bonita, motivadora, útil para levantar el ánimo… pero profundamente injusta cuando se convierte en dogma.
No todos partimos desde el mismo lugar.
No todos tenemos las mismas condiciones, las mismas oportunidades, los mismos maestros, el mismo tiempo, la misma salud.
Y sí: hay diferencias biológicas —pequeñas, pero reales— que hacen que algunas habilidades sean más fáciles de desarrollar para unos que para otros.
Aceptar que existen predisposiciones no significa negar el esfuerzo: significa reconocer que cada uno tiene un camino distinto.
El problema del discurso del “todo con esfuerzo” es que genera culpa.
Si no lo lograste, fue porque no te esforzaste lo suficiente.
Y eso es falaz y dañino.
Las personas no fracasan por falta de talento ni por falta de trabajo únicamente: fracasan —o simplemente llegan menos lejos— por una combinación compleja de factores personales, sociales y biológicos.
Entonces… ¿existe el talento?
Depende de cómo definamos la palabra talento.
Si lo entendemos como una predisposición natural, un punto de partida más favorable en ciertos ámbitos (lenguaje, música, coordinación, sensibilidad social, creatividad), entonces sí: ese talento existe.
Hay personas que, desde muy jóvenes, muestran facilidad para ciertas actividades. Sus cerebros responden mejor a ciertos estímulos, aprenden más rápido en determinados dominios o encuentran mayor placer en ciertas tareas.
Pero si entendemos “talento” como destino fijado, como un don que lo determina todo… entonces no.
Ese talento no existe.
Nadie está condenado a no aprender.
Nadie está predestinado a ser genial sin esfuerzo.
La ciencia actual es clara: El talento es una suma entre predisposición + ambiente + práctica + emoción.
Y nada funciona por separado.
El verdadero corazón del talento: la emoción
De todos los elementos que componen el talento, quizás el más subestimado sea la emoción.
Eso diferenciaba radicalmente la habilidad de mi hermano para tocar el violín de mis pobres esfuerzos como violinista: a él le emocionaba tocar.
De veras lo disfrutaba.
Quizás al principio lo motivaba el desafío, luego el placer de los logros… pero en cualquier caso, había un lazo afectivo real con la música.
Las personas que destacan en algo suelen tener un vínculo emocional profundo con esa actividad. Les gusta, les intriga, les calma, les despierta curiosidad, les produce placer o sentido. Esa conexión es la que permite sostener el esfuerzo, superar la frustración y entrar en ese estado de concentración donde las horas pasan sin notarlo.
Es muy difícil ser excelente en algo que no te importa.
¿Has notado que cuando algo te entusiasma sigues aprendiendo incluso mientras descansas?
Nuestro sistema nervioso sigue creando conexiones para hacer los movimientos más eficientes; nuestra mente continúa reorganizando ideas que luego parecen “susurradas por una musa”.
Por eso, cuando alguien dice “tienes talento”, muchas veces en realidad está diciendo:
“veo que te importa esto, que lo practicas, que te hace bien, que tienes un vínculo con ello.”
Ese vínculo —y no una chispa divina— es lo que diferencia al que avanza del que abandona.
El talento como descubrimiento, no como herencia
Hay una idea hermosa que puede cambiar por completo nuestra relación con el talento: el talento no se descubre: se revela en la práctica.
A veces creemos que si no mostramos habilidad a los ocho años, ya no sirve. Pero muchos talentos se manifiestan en la adultez, cuando por fin encontramos una actividad que nos despierta algo. Y muchas veces ese despertar ocurre por accidente.
La clave no está en nacer con talento, sino en permitirse buscar, probar, explorar, equivocarse, intentar de nuevo.
La verdadera tragedia no es no tener talento. La verdadera tragedia es no haberse permitido descubrirlo.
El talento en la escritura (y en cualquier arte)
Como escritor —o lector, o creador— esta pregunta toma una dimensión especial. ¿Qué hace que alguien escriba bien? ¿Qué diferencia a un autor memorable de uno correcto?
No es el talento innato.
Tampoco es solo la práctica.
Es la mezcla de:
-
sensibilidad para observar el mundo,
-
curiosidad para hacerse preguntas,
-
disciplina para sentarse a escribir incluso en días malos,
-
humildad para reescribir,
-
valentía para mostrar el propio trabajo,
-
y una relación íntima con la palabra.
Si existe talento en la escritura, no es un regalo mágico: es la progresiva afinación de la mirada.
Y esa mirada se entrena toda la vida.
Entonces… ¿qué hacemos con la pregunta?
Tal vez la pregunta “¿existe el talento?” no sea la más útil.
La pregunta realmente importante es otra: ¿Qué quiero aprender, explorar o crear, aunque sea difícil, lento o imperfecto?
El talento, si llega, llegará después.
Como un eco del camino recorrido.
Porque al final, el talento no es un punto de partida: es una consecuencia.